martes, 31 de octubre de 2017

COSAS QUE AUN SORPRENDEN

Hugo Hernández. 
31 de octubre de 2017
De las cosas que todavía sorprenden salió el taxi, en la noche de la Francisco de Miranda. Al volante, un poco agazapada en su asiento estaba una mujer joven ofreciendo llevarnos al Centro Comercial que le indicamos. La poca luz que destilaba del poste, no dejaba ver toda la asombrosa escena de aquella mujer amamantando a su crío, mientras trataba de convencernos  de que lo que estamos presenciando no era una imagen ficticia, ni  ardid  alguno de ladrón. 
Su mirada suplicante indicaba que efectivamente podía llevarnos al Centro comercial, sin menoscabo de su condición de madre y la de su bebé de aproximadamente 5 meses, que ya lo separaba de su pecho para posarlo en el portátil para niños  reposado en la parte posterior de aquel twingo rojo. 
Más que necesitados de llegar antes del cierre al Centro Comercial, para lo que faltaban, apenas 20 minutos, decidimos correr el riesgo de aceptar el servicio y someternos a sus condiciones por la necesidad de la impronta. La muchacha giro sobre si y dejó al niño en la parte posterior, seguidamente abrió la puerta del copiloto y casi de inmediato abrió la suya para invitarme a entrar al puesto de atrás. 
En cuestión de décimas de segundo pasé de un improvisado turista que acompañaba a su hija a realizar una compra compulsiva en un Centro Comercial en la zona de Las Mercedes, a ejercer el papel de cuidador de bebés en la capital de Venezuela donde todo el mundo anda en labores de rebusque. 
“Tranquilo, que ese está acostumbrado”, me advirtió la madre conductora, al tiempo que aplicaba los frenos de su coupé para evitar encontrarse de frente con un vehículo que marchaba en reversa. Al contrario de todos los habitantes de este país, nuestra compañera no profirió el acostumbrado “Coño de tu Madre”, y dirigió su mirada hacia mi pequeño acompañante que iba en descenso rápido hacia el piso del automóvil.
Como pude, logré sujetar el portabebé que se deslizó violentamente por el pequeño espacio entre el respaldo del puesto delantero y el asiento. En un acto reflejo atrapé la cabeza del bebé, evitando un golpe seguro contra el piso. “Pero de verdad que no llora”, le dije sorprendido de la tranquila madre que, como si nada, cambió la velocidad y se adentró por la amplia avenida del este para llevarnos a nuestro destino.
“Trabajo hasta las 6 y luego salgo a ver que me levanto para poder alimentar a mi familia”. “El sueldo alcanza solo para comprar algo de pañales y leche, todo revendido porque nada se encuentra”. 
La mayoría de venezolanos tienen que realizar actividades extras a su trabajo para compensar el alto costo de la cesta básica. Ya ponen en riesgo la vida de sus hijos y la suya propia, con tal de mitigar la peor crisis económica que vive el país que mayores reservas petroleras posee en el mundo.

martes, 17 de octubre de 2017

ENTRE LOS TOREROS

Texto de EL País (España) 20 de junio de 2016
Por Jan Martínez Ahrens

Entre los toreros, morir es tener un día sin suerte. Para Rodolfo Rodríguez, El Pana, fue lo contrario. A las 18.45 del jueves, en el octavo piso del Hospital Civil de Guadalajara (México), el matador tetrapléjico vio cumplido su último y más íntimo deseo: abandonar este mundo. Lo hizo a los 64 años, inmóvil, sin poder respirar por sí mismo, pero rodeado de su familia y de personal médico. En el trance, no recibió ayuda. O eso dice el parte oficial. Sufrió un agravamiento de su neumonía y un deterioro súbito de su estado; luego sobrevino un paro cardiaco y todo terminó.

La muerte fue su victoria. No por esperada, menos cruel. Todo se torció el pasado 1 de mayo, cuando el destino cruzó con él en una plaza de Durango. El segundo toro, de nombre Pan francés, le embistió. El Pana voló y, en su caída, quedaron fulminados 37 años de luces y penas.

De la plaza salió quebrado. Los médicos le diagnosticaron una lesión cervical severa con fractura de tres cuerpos vertebrales. Se le practicó una traqueotomía, se intentó restablecer el impulso neuronal. Pero nada se logró. El torero quedó tetrapléjico. Para siempre. Consciente de ello, hizo de su agonía un reto y a través de señas y susurros comunicó a parientes y médicos su deseo de morir.

Los facultativos, sabedores de que su vida pendía de un hilo, decidieron evitar el encarnizamiento terapéutico. A los pocos días, cuando vislumbraron una mejoría, lo sacaron de la Unidad de Cuidados Intensivos. “Permaneció estable una semana, pero esta mañana su salud empeoró súbitamente, se quedó triste”, explicó a EL PAÍS el director del hospital, Francisco Martín Preciado Figueroa.

Con su muerte, se cierra un capítulo lunar de la historia del toreo mexicano. Excesivo y canalla, El Pana fue un matador de arrabal. Le gustaba llegar en calesas rosas a las plazas, lucir coleta decimonónica y fumar habanos gruesos como brazos. El ritual no iba con él. Tampoco la genuflexión. Había conocido el hambre y la cárcel, también el embrujo del alcohol. Antes de empuñar la espada, fue sepulturero, vendedor de gelatinas y hasta panadero (de ahí su mote). Los entendidos le daban la espalda; los cosos de postín le repudiaban. Era una figura triste y casi cómica en un país de imposible explicación.

Poseído por un estilo teatral, la gloria siempre se le mostró esquiva. Lo más cerca que pasó fue cuando, en busca de algún dinero, decidió organizar su despedida. Ocurrió el 7 de enero de 2007, en la Monumental de México. Ante decenas de miles de aficionados, en una corrida televisada, rompió con el protocolo que tanto odiaba y, frente a la multitud boquiabierta, brindó por “las putas, las mujeres de tacón dorado y pico colorado”. Para ellas pidió, en esa tarde de despecho, la bendición de Dios. "Ellas saciaron mi hambre y me dieron protección en sus pechos y muslos, ellas acompañaron mi soledad", clamó. Poco importaron luego los dos toros. Había alcanzado la fama. Pero esta se apagó pronto y, pese a seguir toreando y ser la espada con más años del país, no volvió a visitarle hasta que el pasado 1 de mayo, negra y torcida, le sacó roto de la plaza de Durango. Fue entonces cuando El Pana, desde una cama de hospital, lanzó su último desafío.

Ayer, a la hora extraña en que anochece en México, el torero murió. Era lo que quería. Esa fue su verdadera despedida.