viernes, 26 de agosto de 2016

Este testimonio  de Tomás Eloy Martínez, escrito en su columna del diario El Nacional no tiene desperdicio. Yo lo guardé en mi vieja laptop y ahora que estoy tratando de salvar algunos archivos lo encuentro y lo rescato para este rincón con el único propósito de que la humanidad no vuelva a repetir un capítulo tan siniestro como el descrito por el aguzado Tomás, ahí queda eso...

LLUEVE SOBRE NAGASAKI

( Tomás Eloy Martinez)


El espanto ante la bomba atómica está asociado, sobre todo, al nombre de Hiroshima. La otra ciudad sacrificada, Nagasaki, es casi una nota al pie de página de la tragedia. Visité los dos sitios en junio y julio de 1965, 20 años después de que fueran destruidas. Aunque en una y otra las huellas de la muerte eran iguales, los recuerdos de Nagasaki se me han vuelto más crueles con los años, sin que aún ahora pueda entender por qué. Antes de viajar a Japón leí decenas de libros sobre Hiroshima, pero sabía muy poco sobre Nagasaki. Como todo aficionado a la ópera, tenía intención de visitar allí la mansión de Glover, en la que se había inspirado Puccini para componer Madame Butterfly y echar una mirada a la iglesia de Oura, construida en 1864 para honrar la memoria de los 26 portugueses crucificados por predicar el cristianismo. La Encyclopedia Britannica me informó que en esa ciudad perduraba desde hacía más de tres siglos uno de los raros asentamientos católicos de Japón. Ciertas ideas abstractas como fe, la redención y la gracia siempre han sido difíciles de explicar en la lengua del país, cuya estructura es tan concreta que casi no hay adjetivos sin sustantivos. El tren que me llevaba desde el Norte me dejó en una ciudad casi invisible bajo los demenciales aguaceros de julio. El taxi, al que le entregué un papel con el nombre del hotel, me condujo a través de callejuelas empinadas que aparecían y se borraban con los pases de magia de la tormenta. Media hora más tarde salió el sol y, desde lo alto de una colina, pude ver el esplendor de la bahía, con los astilleros Mitsubishi a lo lejos y un anfiteatro con techos de tejas y jardines de crisantemos. En la orilla opuesta del agua se alzaban los montes Iwaya e Inasa, con una torre de televisión envuelta en nubes. El contrapunto entre la belleza natural de la ciudad con el recuerdo de la explosión solar que la había devastado en 1945 creó en mí una angustia de la que no pude salir. Pasé el resto del día en el cuarto del hotel, leyendo los libros sobre Nagasaki que había comprado en Tokio y, sobre todo, observando las fotografías de 20 años antes, en las que abundaban las iglesias vacías con los relojes detenidos a las once y dos minutos. Casi todo lo que sucedió en Nagasaki fue consecuencia de una suma de errores: de la naturaleza, de los hombres que conducían la guerra, y del tiempo, que parecía moverse en la dirección equivocada. Desde el lanzamiento de la bomba en Hiroshima, al menos tres de los ministros japoneses favorecían la rendición. Leslie R. Groves, el general con aspecto de boxeador que estaba a cargo del proyecto, había previsto que la segunda bomba se lanzaría, en caso necesario, no antes del 20 de agosto, pero las vacilaciones de Tokio después de la apocalíptica demostración de Hiroshima lo indujeron a adelantar el plazo. El blanco elegido era Kokura, un puerto en el extremo sur del país donde se almacenaban municiones y tanques. Nagasaki era sólo una opción improbable. A la 3:49 de la madrugada del 9 de agosto de 1945, el bombardero B-29 llamado Bock’s Car despegó de la base de Tinian, una isla ínfima del archipiélago de las Marianas. El piloto era el mayor Charles Sweeney y el operador de radar se llamaba Jacob Beser. Era el único miembro de la tripulación que había estado en el vuelo mortal sobre Hiroshima. A bordo llevaban a Fat Man, “El Gordo”, un proyectil de plutonio de un metro y medio de ancho, por tres metros 25 centímetros de largo y cuatro toneladas y media de peso. La orden era alcanzar visualmente el blanco. Toda la travesía estuvo empañada por nubes de borrasca. Al llegar a Kokura el tiempo empeoró. El B-29 perdió más de 45 minutos esperando que despejara. Apenas le quedaba gasolina para el regreso. Ya estaba dando la vuelta cuando Sweeney recibió la orden de volar hacia Nagasaki. El cielo también estaba cerrado allí y no les quedaba tiempo sino para pasar una vez. A cinco kilómetros de la ciudad entrevieron un claro. Avanzaron un poco más y apareció la bahía: límpida, surcada por unos pocos barcos. El inmenso peso de Fat Man fue descargado a ojo y no dio exactamente en el blanco. Se desvió hacia el Este y cayó sobre el estrecho valle de Urakami, donde vivían los 25.000 católicos de la ciudad. Jacob Beser le contó a un corresponsal de The Washington Post, 40 años más tarde, que un fogonazo de magnesio iluminó el avión y que, casi enseguida, vio la nube en forma de hongo que bullía por dentro y cambiaba de colores. Debajo, 35.000 personas habían muerto calcinadas por un sol de medio millón de grados y otras 40.000 estaban condenadas a una agonía lenta y sin remedio. Conocí a varios de los sobrevivientes en el hospital para enfermos atómicos, situado cerca de la Estatua de la Paz, en el epicentro de la bomba. Conversé allí con la señora Sumi Yamamoto, que languidecía de un cáncer de hígado y que había perdido al esposo y a cuatro de los seis hijos en las dos horas que siguieron al estallido. Una de las hijas, Makiko, había trabajado desde la adolescencia como basurera. Según la señora Yamamoto “era de una belleza sobrenatural”. Por eso mismo, recibió dos propuestas de matrimonio, pero ambas fracasaron cuando se supo que había estado expuesta a la radiación. En 1960, Makiko contrajo cáncer de tiroides. El día cuando lo supo se arrojó desde un barco pesquero a las aguas de la bahía. No sabía nadar. Conocí al contador Kenshi Hirata, que estaba con su esposa en Hiroshima el 6 de agosto de 1945, cuando estalló la bomba, y que pudo rescatar su cuerpo hecho pedazos del mercado al que había ido esa mañana para comprar regalos. Regresó a Nagasaki con los despojos tres días más tarde, sólo para descubrir que ya no tenía casa ni familia ni sitio donde enterrarla. En el hospital vi también al diseñador de barcos Tsutomu Yamaguchi, que el 6 de agosto había tomado, en la estación de Yokogawa, al centro de Hiroshima, el tren de las ocho en punto con destino a Miyajima. Antes de la primera parada, el blanco resplandor de la bomba envolvió el tren. Durante un tiempo interminable Tsutomu estuvo desangrándose, herido por los vidrios de las ventanas. Dos días más tarde lo recogió un autobús de compasión y lo llevó a la bahía donde había nacido para que lo curara su familia. Vio el perfil del mar desde lejos, el día 9, a las 11:30 de la mañana, cuando aún caían carbones encendidos del cielo. Me fui de Nagasaki una tarde de julio de 1965 bajo una borrasca aún más inclemente que la de mi llegada. El aeropuerto estaba cerrado y el pronóstico anunciaba tres días seguidos de mal tiempo. El empleado de la compañía aérea me sugirió ir en taxi a la estación de ferrocarril y tomar un tren a Fukuoka, desde donde salían otros vuelos a Tokio. El calor era denso, líquido. Las calles y la estación estaban casi vacías. En un puesto de revistas compré un libro sobre Nagasaki que tengo ahora delante de mí. Allí están algunas de las fotos del Museo de la Paz, con los Cristos de piedra degollados y las madonnas partidas en dos, los arcángeles en ruinas y los san Francisco sin brazos y sin piernas. Entre las imágenes hay una leyenda, en japonés: “Fue una matanza entre cristianos. Tomado del Asahi Simbun, agosto 9, 1955”. Y al lado, el retrato de una mujer con los tejidos carbonizados y un crucifijo colgando del cuello macilento: “Soy tan fea que ya ni el Señor Dios vendrá a buscarme”. Esa tarde también llovía en Fukuoka. La lluvia continuó durante todo el vuelo a Tokio y ni siquiera cesó cuando abandoné Japón a la medianoche.

MUNDIAL SIN TV

Hugo Hernández

Aquella tarde, la cosa no llegó a mayores, pero ahora que lo recuerdo bien, debo confesar  que si el negrón le  hubiera metido la mano  al apostador  que los dejó sin aparato para ver el resto de los partidos del mundial, estaba perfectamente justificado, dentro de ese tipo de razones  que carecen de sentido común, pero a las  que algunos epistemólogos les han encontrado explicación y  nombran con el distintivo literal de código oculto.
Para la cita estadounidense, los colombianos gozaban del mayor favoritismo jamás voceado por los medios de comunicación de todas partes del mundo; y entonces porqué los Moreno no podían sacarle provecho a la circunstancia producida por Pacho Maturana  y el Pibe Valderrama,  quienes tenían revolucionado el ya de por sí, excesivo fanatismo colombiano a cuenta de demostrar  que el sistema de moda consistía en  jugar a pases cortos, explotando  en las 18 las  fugaces incursiones de Faustino Asprilla  y el  sorpresivo Rincón, junto a las valencias defensivas del inimitable Rene Higuita.
Con todo ese panorama a favor, Hernando, el mayor de una familia barranquillera conformada por 9 enjundiosos trabajadores,  que  decidieron un día cualquiera cambiar el calor de la costa por una  humilde vivienda ubicada a escasos metros de un expendio de combustible en la vía que de San  Cristóbal conduce a Cordero,  no podía rechazar la propuesta del grasiento  vendedor de chatarras de Táriba, quien en uno de sus desproporcionados  galanteos a Mercedita, la penúltima  de la baraja Moreno,  había cometido el atrevimiento de apostarle a la selección rumana en el primer compromiso que tenían pautado  los paisanos en el grupo C, donde también estaba el anfitrión Estados Unidos y los relojeros catiritos suizos.    
“Eeecheee,, ése man está regalando 500.000 bolos… cómo va a decí que los rumanos nos  van a ganá”. Tras este argumento se tranzó la apuesta, quedando  el clan barranquillero comprometidos a arriesgar  el televisor Panasonic  de 27 pulgadas, control remoto, último modelo, adquirido hacía solo unos días, en un  máximo esfuerzo colectivo,  con  el fin de ver a la tricolor de su país, erigirse como campeona del 94,  contra el medio millón  en efectivo que el recogedor de desperdicios,  prometió dejar a riesgoso resguardo con la “Meche”, tres días antes del encuentro, en clara demostración de sus arrebatos  por  aquellas nalgas casi perfectas  que se movían con diligente atención a la orden del  buen grueso de clientes que acudían todas las tardes  en busca de un piconcito, mientras atacaban  la vitrina cargada de  morcillas, garras, génovas y cochino oreado.   
Las cuentas las redondeó Hernando, convenciendo a todos sus hermanos con el argumento de que ya no había que pagar más por la tele. Visto de esa manera cada uno había aportado 20.000 bolívares para la inicial, excepto Mercedita que no tenía mucho tiempo trabajando.
Y, cada uno también, se iba a ahorrar la cuota mensual de 30.000, más la letra extraordinaria de finalización que estaba por el orden de los 15.000 bolívares. Colombia no perdía contra Rumania, ni con los ojos vendados, por lo que el aporte de  Mechita estaba en permitirle unos recatados excesitos al chatarrero y no dejar que cambiara de opinión  porque así, quedaba el televisor y otro dinero  sobrante para comprar una vitrina  más grande.
Todos se miraron y asintieron con un consentimiento tan hermético que no quedó espacio a dudas sobre la seguridad y la confianza que inspiraba el onceno paisa, “si le metimos 5 a Argentina…a esos desconocidos le metemos 8 y ya.. Por eso se propusieron turnarse, de a uno, cada tarde para esperar al apostador  y animarlo a conservar la palabra, so pena de quedar como un “habla mielda” delante de Mercedita.
La incertidumbre culminó puntualmente, cuando el  mugroso llegó  tres días antes del estreno de la selección de Colombia, con varios fajos de billetes y los entregó a la risueña expendedora que lo invitó a sentarse y tomarse una cervecita a cuenta de la casa, mientras guardaba la voluminosa cantidad en una caja acondicionada con un candado donde también se introdujo la factura  del televisor.
La atención y la emoción no cabían en la sala hasta el punto que tuvieron que mover de sitio el calentador con toda su carga de colesterol.  Los hermanos Moreno se tomaron los primeros puestos, teniendo el cuidado  de reservar una silla más junto a la de Mercedita para Luís el chatarrero, quien había prometido acompañarlos durante los 90 minutos.
Con frío entusiasmo entonaron las notas del himno nacional y vieron como sus paisanos se apoderaban de la pelota nada más sonó el pitazo de inicio. Balonazos fueron y vinieron hasta que en el minuto 17  Rogelio, el más conocedor de fútbol de los barranquilleros,  lanzó  un silbido timorato ante la falta de empuje del conjunto de Maturana. Los ánimos de los reunidos empezaron a entrar en crisis cuando al minuto 19 los rumanos iniciaron lo que a la postre significaría el 3 x1 de la derrota colombiana.
La tortura terminó en medio de un  vendaval de frases de todos los calibres que se  expandió por varios minutos a lo largo y ancho de aquel recinto, las cuales sólo fueron acalladas por el sonido estridente de una corneta que repartía ruidos a diestra y siniestra en franca celebración.
Los Moreno sabían que en San Rafael no habían rumanos y que los ruidos sólo podrían provenir del alebresto del chatarrero con quien resultaron infructuosos  los ruegos para que se llevara el televisor luego de los juegos del mundial.
Ni los susurros coquetos de Mercedita hicieron que el hombre que a diario la acosaba y que ahora afirmaba con desparpajada convicción ser especialista de fútbol, evitó el frenetismo suicida del chatarrero al desenchufar el televisor delante de todos los Moreno  y pedirle a Rogelio que se lo ayudara a cargar hasta la camioneta.
Colombia quedó eliminada en la primera fase, en el grupo donde avanzaron Estados Unidos y Rumania, lo cual evitó una de las 2 cóleras de Hernando al dejar saber, de forma incomprensible,  que menos mal habían perdido el televisor. La otra fue un poco menos  intensa  al estrenarse como  tío de un carajito del chatarrero quien algunos meses después también cargó con su hermanita Mercedita, la mulata de las nalgas casi perfectas.


jueves, 14 de abril de 2016

Crónica de la Esquina.

Mantequillo cayó en la tentación,  y de la  nada, se armó de cachos, poniéndose las manos sobre las sienes. Haciendo el gesto de los de casta escarbó  en el suelo  y arrancó a la cita del trapo descolorido que se le plantaba enfrente para completar la primera embestida. Simulando ser un buen ejemplar, giró en redondo para ubicarse  frente al diestro que lo volvía a chiflar para que acudiera nuevamente  al tercio de capote. Se encorvó sobre su cintura y esta vez  dejó caer, aún más, cada uno de sus índices hacia los costados para hacer más reales los pitones y pasó por segunda vez bajo el  tremolante capote al grito del ole de los  que veían y se divertían en la esquina, con las continuas poses de arte,  adoptadas por  el  “mataor” Guanaché Canarias quien,  a cada pase del morlaco se extralimitaba  golpeándolo con furia en el lomo, imponiendo el mando del hombre sobre la bestia. Hizo un molinete, después lo paseó por naturales y lo remató con un pase de pecho, rodilla en tierra, que el soberano, ya  extasiado con las cabriolas de toro y torero, estalló en aplausos y en vivos saludos de torero, torero. La faena producía furor  en los espectadores del pasaje Teófilo Cárdenas  que carecían del más mínimo recurso  para pretender asistir a un festejo taurino  de San Sebastián. De tanto en tanto Mantequillo agarraba respiración, sacudiéndose las gruesas gotas de sudor que ya empezaban a resbalar por lo cobrizo de su  cara. De repente, uno de los más cercanos a la faena se le ocurrió pedir cambio de tercio, a lo cual el torero accedió, pidiendo la imitación del clarinete mientras él preparaba un par de cañabravas  con las que citó al  fingido bruto que, como en todos los pases, acudió presuroso  para redondear el festivo simulacro que ya empezaba a tornarse insulso por las payasadas de Guanaché  Canarias.
Al  grito de ehh  toro  del “mataor”,  siguió  un inmenso gemido y luego una sacada de madre fenomenal, salida de lo más profundo de la garganta de Mantequillo  que  corcoveaba  para tratar de botar los 2 palos  que le habían clavado a la altura de  las paletas, mientras buscaba en redondo  una piedra para enfrentar al torero. Los pinchazos hicieron revivir el ánimo de los espectadores  que siempre creyeron que lo de las cañabravas iba a ser simplemente un acto simbólico y no las heridas por las que  chorreaba la sangre del toro Mantequillo.
La muchedumbre  persiguió al torero  y al  toro, a lo largo de las 3 cuadras que separaban la imaginada Plaza Taurina  del inmenso sembradío de caña de azúcar, a un costado del  campo deportivo. Los proyectiles lanzados  a la carrera por el brioso toro, ahora convertido en un persecutor  inclemente no alcanzaban a impactar al torero  que, aunque más menudito que Mantequillo, corría  con desesperación para tratar de ponerse a salvo de los brazos del  Negrón herido.

Tanto Guanaché como Mantequillo  no durmieron en sus casas y solo fue hasta el otro día cuando se supo que en la madrugada los techos de zinc donde vivía el torero habían recibido una ración despiadada  de piedra  que abrió troneras y estuvo a punto de causar heridas a  los hermanitos  del “mataor”. Muchos de los vecinos se atrevieron a culpar a “Mantequillo”  que en su desesperada impotencia, por no dar alcance a “Guanaché”, la había emprendido a peñonazo limpio contra la casa donde vivía  el banderillero. Esas fueron  algunas escenas que nos permitimos en nuestra infancia, a falta de plata y televisión.