miércoles, 18 de agosto de 2021

LA RECTA DE APOLONIO: CUANDO LA TRAGEDIA APARECE EN LA CURVA

La escena se desarrolla, a las afueras de un centro asistencial de San Cristóbal, Venezuela. Son aproximadamente las 9,30 de la mañana y el tímido sol matutino ha empezado a calentar la parte interna de los músculos que han permanecido rígidos a causa del intenso frío que baja desde las altas montañas que rodean a la ciudad  y hacen más intenso el hielo de la  madrugada andina.

Sobre la baldosa que conecta con la sala de emergencias del gigante nosocomio descansan varios cuerpos, que se  apretujan entre si, para soportar la baja temperatura. Palpar algo más blando que no sean los cartones que les sirven de dormitorio, obliga a los hombres y mujeres a tomar toda clase de posturas, mientras esperan noticias sobre los familiares ingresados a causa del choque de hace tres días. 

Entre quienes tienen días esperando por el capitán de la Guardia Nacional se encuentra Keily Abreu, una de las sobrevivientes del accidente del camión militar. A la mujer le informaron que su hija, Carlys Pérez había fallecido hacia las horas de la madrugada, víctima de las heridas sufridas al momento en que el pesado herraje del convoy se incrustó en su cuerpo.

Keily pensó que sus oraciones servirían para atajar la tragedia que se había ensañado contra su pequeña familia de apenas tres miembros, pero, el parte médico, que poco sabe de milagros, se limitaba a indicar la realidad. Carlys resistió hasta que su cuerpecito se rindió a las profundas heridas que le negaron seguir en esas inexplicables caminatas milkilométricas en las que se han visto involucrados millones de  venezolanos en los últimos años.

Carlys iba junto a su madre y en el primer impacto del camión contra el cerro pudo aferrarse, pero inmediatamente se produjo el volcamiento que la proyectó hacia los soportes de metal que le rasgaron la piel y acabaron con los cuentos de héroes y villanos que su padre le relataba en esas duras y calurosas jornadas, cuando el asfalto se hacía interminable en el horizonte y ella lanzaba bostezos de hambre y sed sobre los hombros de su caballito de luces.

Su padre Jahn Carlos fue de los primeros en sucumbir al accidente. Fue uno de los últimos en trepar al camión 5 kilómetros antes, por lo que se encontraba más próximo a la portezuela, precisamente del lado que escogió el chofer para chocar contra la montaña. El golpe lo lanzó de cuajo a la carretera, sin permitirle decir a Carlys quien era el que se disfrazaba de lobo para atormentar a las niñas del bosque. 

Eso lo supo Keily tras reponerse del estruendo y tropezar, en medio de la oscuridad ,con algunos cuerpos inertes, entre ellos el de su esposo. Los gritos de los heridos la orientaron en busca de Carlys a quien encontró, luego de algunos rodeos.  La palpó en el pecho y supo que todavía tenía otra oportunidad. Como pudo, se mantuvo expectante por el arribo de la ayuda que no llegaba. No tenía tiempo para llorar a Jahn, La vida de su hija dependía de la rapidez conque llegaran los auxilios. 

Apartaderos, como su nombre lo indica, es un pequeño caserío separado de las capitales de los municipios Capacho y Bolívar. Para llegar hasta el punto donde ocurrió la tragedia hay que recorrer 15 kilómetros de pronunciadas curvas y peligrosos riscos que dificultan el traslado. Es una zona fría sin servicios primarios de atención.

Las luces intermitentes de una destartalada ambulancia sacó a Keily de su angustioso trance. Su grito pidiendo ayuda para su hija apartó la oscuridad y descorrió la entereza que hasta ese momento había guardado en lo más profundo de sus convicciones. El sueño de un mejor futuro para su familia estaba esparcido en unos cuantos metros de un lugar sombrío, desconocido. Había tomado la decisión de acompañar a su esposo y en un pestañeo lo había perdido.

Sobre el asfalto también quedaron las ilusiones de Jhan, su empeño porque su hija tuviera lo necesario para crecer con mejores oportunidades. No aspiraba a lujos, simplemente quería que no le faltara su alimentación y no estar pariendo todos los días para comprar una harina. Con esa convicción viajó a Colombia, reunió lo de regresar con su familia y aceptó una cola en un convoy militar que 5 kilómetros más abajo se estrelló contra un cerro y lo proyectó contra el asfalto donde quedó tendido, sin poder reclamar el morral, los botellones de agua que había cargado por más de 600 kilómetros por las carreteras de Venezuela, con su hija a cuestas, tratando de escapar de un país donde sus gobernantes no saben donde queda la Recta de Apolonio. 

Tampoco quieren saber que Keily tuvo que esperar otros dos días para que el capitán de la guardia se apareciera con un transporte y unos panes embadurnados de promesas que los dejaron 6 días a la intemperie, sin más protección que la caridad de la gente. 

Keily regresó a la Recta de Apolonio con la tragedia a cuestas, la misma que han cargado  los familiares que vieron perder a sus seres queridos en el mar de Falcón, de Sucre  y en los pasos fronterizos del Zulia, Amazonas, Bolívar, Tàchira, Apure. Las causas han sido las mismas, los culpables igual.