miércoles, 8 de julio de 2015

CUENTO DE LA GRITA

El cuento es de La Grita y sus personajes inciertos, razón que nos deja un poco alejados de la picaresca imaginación de sus protagonistas. Pero igual vale la pena escribir sobre los ingenios de algunos personajes para salir del atolladero e infortunios que parecen cerrarles la vía por algunos instantes.

La cosa fue que el profesor Rosario, hombres de amplias convicciones, utilizaba su casa para hacer trabajos particulares a personas que solicitaban sus servicios en las ciencias del saber. El noble enseñante pasaba gran parte de su tiempo calmando las ansias de conocimiento que azotaban a los alumnos, siempre empujados por la autoritaria manía de los maestros de entonces, quienes decidían soberanamente sobre lo que convenía a sus alumnos, sin que el padre del muchacho pudiera terciar o, al menos decir, si estaba o no de acuerdo. La  voz y la acción del maestro era  de  tal autoridad  que si algún mocetón se atrevía a cuestionarla, era sometido a castigos que rayaban en lo inhumano y lo peor podía pasarle si el representante  encontraba rastros de cualquier golpe o una queja del maestro, ahí si ardía Troya, porque la pasada de rejo, palo, fuete, chuco o cualquier otro instrumento que sirviera para bajar el estrés de los padres,  llovía a cántaros sobre la humanidad del pecador. Eran tiempos en que no había tanto científico social  que pronosticara perturbaciones de personalidad por castigo, ni padre  dedicado a demandar a un maestro ante la LOPNA, simplemente se asumía el  cachiporrazo por  una culpa y sabías que si la volvías a cometer, la “palamentazón” estaba segura. Sin caer en juicios de valor sobre, si fue mejor  o peor la época que  gustosamente nos tocó vivir, el caso fue que sobrevivimos y la generación que creció al abrigo de los juguetes tirados por pita, la rueda y el runche, son hombres de bien, trabajadores y excelentes padres de familia.

Volviendo al relato del profesor  Rosario, se hizo un día en que sus ocupaciones se habían multiplicado y el desentendido y porfiado  catedrático dejó entreabierta la puerta que daba exactamente a la calle por donde circulaba la multitud. La casa de altillo del profe, estaba ubicada a escasos metros de la esquina donde despachaba un carnicero de ceño severo que acostumbraba llamar a las niñas para ofrecerles una pipa de mantequilla  que depositaba en la boca de las infantes, no sin antes pellizcarle  los incipientes promontorios que empezaban a brotarles en el pecho. Las más atrevidas, que ya sabían como torear el vicio del meloso pulpero, se le acercaban y le palmeteaban las manos, quitándole la golosina sin dejar que las ensangrentadas manos se posaran sobre su jumper.    
Con sus ahorros de enseñanza, Rosario había adquirido un televisor RCA de 19 pulgadas donde se distraía luego de su faenas, invitando a sus amigos para observar las peripecias del Zorro. El orondo aparato fue ubicado cerca de la puerta de la calle para que fuera visto con envidia por los vecinos y, otro que tanto  rebuscón. Se dio el famoso  día de todos los cuentos y esa mañana el profe se distrajo más que nunca en sus tareas de enseñanza, olvidando  cerrar la pequeña verja de metal que separaba el paso entre el salón y la acera. Por allí  fue que penetró sigilosamente  el chorito Ramón  que sin perder tiempo se mandó el RCA al hombro  abalanzándose  hacia la calle,  en el mismo instante en que el  profesor Rosario retornaba a la sala y le chiflaba preguntándole  que se le ofrecía, Ramón, bien entrenado en las lides y marramucias de la vida se volteó electrizado y sin perder la compostura miró directamente a Rosario a los ojos para preguntarle con soltura “ Disculpe…aquí es donde arreglan televisores ??”   

El  desentendido maestro se apuró a ayudar a quien lo estaba robando, haciendo un gesto redondo con su brazo indicándole, “No señor, aquí  impartimos educación, pero vea usted, al doblar en esta esquina queda el taller que busca”…Ramón, no entendió mucho los asomos del profe  , pero inmediatamente se perdió por la bajada de la esquina  con su televisor a cuestas. Cuando Rosario se dio cuenta que algo faltaba en su sala, solo atinó a decir, ese hijoeputa me jodió, quebrando por primera vez su aplomo y su gramática.  

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