martes, 7 de julio de 2015

EL VELORIO DE MI PADRE

La foto que colgaba en lo alto del féretro hablaba de la vida provechosa  del hombre que reposaba con semblante  tranquilo en aquella pesada nave. Imaginé que, antes que  un velorio, la escena recreaba la entrada al cine Primero de Mayo de Puente Real, donde se exhibían grandes afiches promocionando  las películas del  cine mexicano. Aquella figura de gorra ajustada, bigotico extendido, debajo del  cual se  dibujaba una  sonrisa de galán, más relacionada con los martirios amorosos  de María Félix  que con el recio pelotero que apodaban “Burro Negro”, no dejaban de impresionarme.

Me encaminé hacia la urna, sin apartar por un momento la mirada de la foto, buscando cualquier alteración en el inmenso cuadro. Tal vez,  me dije, pero aún así  las facciones nada tenían que ver con los filtros y las capas que manejan los diseñadores. Así era él. No había forjamiento  en la imagen.

Aún sumergido en la expresividad de la foto pude comprender porque el gran alboroto que se desató al momento de confeccionar la nota luctuosa. “Si metemos a todos no van a caber en la hoja”, susurró una voz a mis espaldas, a quien pedía explicación sobre la ausencia de algunos nombres.

Visité a mi padre  en su lecho, cinco días antes de su fallecimiento.  Wilerma, su esposa, le preguntó que si sabía quién era la persona que estaba parado frente a su cama. Las manos que empuñaron tantos bates,  se movieron temblorosamente  para expresar con gestos de rabia que al contrario que sus piernas, su mente estaba intacta. Claro que sabía perfectamente quien era yo. Me miró en tono suplicante como pidiéndome  que lo sacara de ese trance.
Ese día lo vi muerto. Lo sentí desesperado,  intranquilo, inconforme con su  estado de postración.     A sus 91 años, la fulgurante "Estrella de Cuquí"  buscaba un atajo que lo mandara a la banca.  Ahí  quedaban sus jonrones, su  fama de  Juan Charrasqueado, sus métodos de enseñanza, su esfuerzo, sus 20 y tantos hijos. Años atrás habíamos conversado sobre asuntos de la vida y me había confiado que  prefería morir  a estar dependiendo de manos ajenas.
Desde que cayó  definitivamente en cama, siempre estuvo pendiente que los relevistas se descuidaran. En tercera, con dos outs  y el juego empatado en el 9no inning, no podía fallarle a su instinto de hacer lo que siempre había hecho.  Ignoró las señas del  coach que le había advertido que se acomodara en la cama porque se podía caer. Eran más de las 12 del  domingo. La mayoría del estadio estaba en silencio esperando que el Muchachote se quedara en tercera hasta bien entrado  el 2015. Había confianza en muchos de los asistentes de que ese extrainning  les permitiera pasar las fechas decembrinas.
Yo, que compartí  solo algunos días de su  retiro  dudé nucho  que  aquel  árbol  de orgullo  pudiera  resistir a que el peso de los años doblegara  esas leyendas  de pasión por el deporte,  por las mujeres, por el trabajo  y, ya en su declive, por la familia.  Uno de los aspectos  más resaltantes  en el recorrido de Tulio Hernández  fue su capacidad para hacer que las madres de sus hijos sintieran siempre un respeto casi religioso hacia él, a pesar de su paternidad irresponsable.  “A su papá lo respetan”, solía decirnos mi madre, quien no dejaba de admirarlo a instancias de saber que existían  otros hijos  paralelos en edades de nacimiento con los 4 suyos.    

Bajé la mirada  sobre la ventanilla del ataúd y me encontré con la sonrisa pícara de la foto que pendía en lo alto. Allí estaba el grueso roble de Rubio,  con sus dedos entrecruzados rindiéndole tributo a una vida llena de contradicciones. Este es mi padre. Lo vi tranquilo, lo vi resucitado, se había robado el home. 

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