La foto que colgaba en lo alto del féretro hablaba de la vida
provechosa del hombre que reposaba con
semblante tranquilo en aquella pesada
nave. Imaginé que, antes que un velorio, la escena recreaba la entrada al
cine Primero de Mayo de Puente Real, donde se exhibían grandes afiches
promocionando las películas del cine mexicano. Aquella figura de gorra
ajustada, bigotico extendido, debajo del
cual se dibujaba una sonrisa de galán, más relacionada con
los martirios amorosos de María
Félix que con el recio pelotero que
apodaban “Burro Negro”, no dejaban de impresionarme.
Me encaminé hacia la urna, sin apartar por un momento la mirada de la foto, buscando cualquier alteración en el inmenso cuadro. Tal vez, me dije, pero aún así las facciones nada tenían que ver con los filtros y las capas que manejan los diseñadores. Así era él. No había forjamiento en la imagen.
Aún sumergido en la expresividad de la foto pude comprender porque el gran alboroto que se desató al momento de confeccionar la nota luctuosa. “Si metemos a todos no van a caber en la hoja”, susurró una voz a mis espaldas, a quien pedía explicación sobre la ausencia de algunos nombres.
Visité a mi padre en su lecho, cinco días antes de su fallecimiento. Wilerma, su esposa, le preguntó que si sabía quién era la persona que estaba parado frente a su cama. Las manos que empuñaron tantos bates, se movieron temblorosamente para expresar con gestos de rabia que al contrario que sus piernas, su mente estaba intacta. Claro que sabía perfectamente quien era yo. Me miró en tono suplicante como pidiéndome que lo sacara de ese trance.
Ese día lo vi muerto. Lo sentí desesperado, intranquilo, inconforme con su estado de postración. A sus 91 años, la fulgurante "Estrella de Cuquí" buscaba un atajo que lo mandara a la banca. Ahí quedaban sus jonrones, su fama de
Juan Charrasqueado, sus métodos de enseñanza, su esfuerzo, sus 20 y
tantos hijos. Años atrás habíamos conversado sobre asuntos de la vida y
me había confiado que prefería
morir a estar dependiendo de manos
ajenas.
Desde que cayó
definitivamente en cama, siempre estuvo pendiente que los relevistas se descuidaran. En tercera,
con dos outs y el juego empatado en el
9no inning, no podía fallarle a su instinto de hacer lo que siempre había hecho. Ignoró las señas del coach que le había
advertido que se acomodara en la cama porque se podía caer. Eran más de las 12
del domingo. La mayoría del estadio
estaba en silencio esperando que el Muchachote se quedara en tercera hasta bien
entrado el 2015. Había confianza en
muchos de los asistentes de que ese extrainning
les permitiera pasar las fechas decembrinas.
Yo, que compartí solo
algunos días de su retiro dudé nucho que aquel
árbol de orgullo pudiera resistir a que el peso de los años
doblegara esas leyendas de pasión por el deporte, por las mujeres, por el trabajo y, ya en su declive, por la familia. Uno de los aspectos más resaltantes en el recorrido de Tulio Hernández fue su capacidad para hacer que las madres de
sus hijos sintieran siempre un respeto casi religioso hacia él, a pesar de su paternidad
irresponsable. “A su papá lo respetan”,
solía decirnos mi madre, quien no dejaba
de admirarlo a instancias de saber que existían
otros hijos paralelos en edades
de nacimiento con los 4 suyos.
Bajé la mirada sobre
la ventanilla del ataúd y me encontré con la sonrisa pícara de la foto que
pendía en lo alto. Allí estaba el grueso roble de Rubio, con sus dedos entrecruzados rindiéndole
tributo a una vida llena de contradicciones. Este es mi padre. Lo vi tranquilo,
lo vi resucitado, se había robado el home.
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