domingo, 25 de agosto de 2024

EL VELORIO DE MI PADRE

 

La foto que colgaba en lo alto de su urna hablaba de la vida provechosa  del hombre que reposaba con semblante  tranquilo en aquella pesada nave. Por eso  me imaginé que, antes que  un velorio, la escena recreaba la entrada al cine Primero de Mayo de Puente Real, donde se exhibían grandes afiches promocionando  las películas del  cine mexicano. Aquella figura de gorra ajustada, bigotico extendido, debajo del  cual se  dibuja  una sonrisa de sobrado, más relacionada con los martirios amorosos  de María Félix  que con el recio pelotero que apodaban “Burro Negro”, no dejaban de impresionarme.

Me encaminé hacia la urna, sin retirar la mirada de la foto  para comprobar si  había sido  retocada con las técnicas modernas  de Photoshop. Tal vez, sí, me dije,  pero las facciones nada tenían que ver con los filtros y las capas que manejan los diseñadores. Así era él. No había gran forjamiento  en la imagen. Aún sumergido en la expresividad de la foto pude comprender   porque  hubo tanto trabajo en la confección de la nota luctuosa. “Si metemos a todos no van a caber en la hoja”, susurró una voz a mis espaldas, a quien pedía explicación sobre la ausencia de algunos nombres.

Visité a mi padre  en su lecho de muerte, cinco días antes de su fallecimiento.  Wilerma, su esposa, le preguntó que si sabía quién era la persona que estaba parada frente a su cama. Las manos que empuñaron tantos bates,  se movieron temblorosamente  para expresar con gestos de rabia que al contrario que sus piernas, su mente estaba intacta. Claro que sabía perfectamente quien era yo. Me miró en tono suplicante como pidiéndome  que lo sacara de ese slump.

Ese día lo vi muerto. Lo sentí desesperado,  intranquilo, inconforme con aquel estado en que los años habían convertido su cuerpo.  A sus 91 años, la fulgurante Estrella de Cuquí  buscaba un atajo que lo sacara del juego. Ahí  quedaban sus jonrones, su  fama de  Juan Charrasqueado, sus métodos de enseñanza, su esfuerzo, sus 20 y tantos hijos. Años atrás habíamos estado conversando sobre asuntos de la vida y me había confiado que  prefería morir  a estar dependiendo de manos ajenas.

Desde que cayó  definitivamente en cama, siempre estuvo pendiente que  los relevistas se descuidaran. En tercera, con dos outs  y el juego empatado en el 9no inning, no podía fallarle a su instinto de hacer lo que le viniera en gana. Ignoró las señas del  coach que le había advertido que se acomodara en la cama porque se podía caer. Eran más de las 12 del  domingo. La mayoría del estadio estaba en silencio esperando que el Muchachote se quedara en tercera hasta bien entrado  el 2015. Había confianza en muchos de los asistentes de que ese extrainning  les permitiera pasar las fechas decembrinas.

Yo, que compartí  solo algunos días de sus años de retiro  pude  sentir  que  aquel  árbol  de orgullo  pudiera  resistir a que el peso de los años doblegara  esas leyendas  de pasión por el deporte,  por las mujeres, por la buena vida  y, ya en su declive, por la familia.  Uno de los aspectos  más resaltantes  en la  vida de  Tulio Hernández  fue su capacidad para hacer que las madres de sus hijos sintieran siempre admiración hacia él, a pesar de su paternidad irresponsable.  “A su papá lo respetan”, solía decirnos  mi madre, quien no dejaba de admirarlo a pesar de saber que existían  otros hijos  paralelos en edades de nacimiento con los 4 suyos.    

Bajé la mirada  sobre la ventanilla del ataúd y me encontré con la sonrisa pícara de la foto que pendía en lo alto. Allí estaba el grueso roble de Rubio,  con sus dedos entrecruzados rindiéndole tributo a una vida llena de contradicciones. Este es mi padre. Lo vi tranquilo, lo vi resucitado, se había robado el home.

 

CABALLO  REAL

(Eugenio Montejo)

 

Aquel  caballo que mi padre era

 y que después no  fue, ¿ por donde se halla?

Aquellas altas crines de batalla

en donde galopé la tierra entera

 

Aquel silencio puesto dondequiera

En sus flancos con tactos de muralla

la silla en que me trajo, donde calla

la filiación fatal de su quimera

 

Sé que vine en el trecho de su vida

Al espoleado trote de la suerte

Con sus alas de noche ya caída,

 

y  aquí me desmontó de un salto fuerte,

Hízose  sombras y me dio la brida

para que llegue solo hasta la muerte.

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